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24 septiembre, 2014 / Erik Macbean

CSE: Año IV (y final)

Hemos premiado a los presurosos con la explicación de nuestro origen en el momento de nuestro final.

Para los sosegados:

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Erik Macbean y Krknose

5 May, 2014 / Erik Macbean

Reventando mitos eróticos (sin querer)

Informo con nocturnidad y alevosía a quien quiera que siga asomándose por esta grandiosa bitácora que los editores de Pictograma acaban de publicar mi cuarta entrega, que va de pasión (precoz, como casi siempre) y desengaño. La pueden ustedes leer aquí. A modo de introducción me limito a reproducir el correo electrónico que me ha hecho llegar un buen amigo nada más leer el articulito. Sabrán perdonar que mantenga su anonimato cuando terminen de leer las líneas que siguen.

Me has jodido vivo. He puesto su nombre en Google y resultó ser una vieja conocida «musa tolera» mía. Guardaba un par de imágenes suyas de paja incontestable y ahora las voy a tener que tirar. Y conste que las selecciono cuidadosa y obsesivamente; si no he terminado antes la carrera es por el casting de celebrities que todas las noches me toca hacer en Google. Una prospección esmerada, sin duda, de cuya depuración depende el posible superávit de mi producción glandular. Pero claro, el cerebro es, como siempre, un problema. Decía uno de los personajes de Martín Hache que hay que follar con los cerebros. Cierto que la azotea puede ser viagra, pero también bromuro. ¿Cuántas zambombas no arruina una mala parida?

Esto me recuerda a una vieja teoría, que viene a decir que el desconocimiento de idiomas ayuda a disfrutar de la música. Las melodías resultan si la armonía y el ritmo son buenos, algo completamente independiente de si la simbolización verbal lo es también o de si se trata de una soberana soplapollez. Recuerdo haber dejado de escuchar más de una canción que antes me apasionaba al ver escrita la traducción de la letra al lado.

En este caso, cabría calificar la normalidad como una apelación a los significantes vacíos o flotantes del populismo. Soy normal: tengo 10 millones de euros en una cuenta y otros tantos de pelagatos que venderían su alma a Pepiño Blanco con tal de que se la chupase. Si te acercas a diez metros te crujen mis gorilas y si industrializamos tus babas sube el Ibex 35, pero soy «normal». Es decir, sigue zurrándotela conmigo que ya encontrarás a alguien similar a quien puedas sujetar la bolsa del Zara en busca de un look parecido. Así funciona el «bisne» y esta estafa a la que llamamos vida. Sexopopulismo.

Muy bueno el artículo. Eso sí, me debes una musa.

De verdad digo que la última de mis intenciones es desilusionar a un amigo, pero así es la dura vida del escritor: hay que juntar letras con la piedad de un psicópata.

7 abril, 2014 / Erik Macbean

Columnas y vacíos

Me van a tener ustedes que perdonar, porque les tenía que haber escrito hace un mes con motivo de mi segundo artículo publicado en Pictograma y sin embargo no lo hice. No fue una cuestión de olvido, ajetreo o tener mejores cosas que hacer. En realidad estuve muy tentado de publicar la reseña, pero entonces mi mente fue secuestrada por profundas reflexiones que me llevaron a concluir que eso de venir aquí a contarles que había contado otra cosa en otro lugar era una desfachatez.

No obstante, y tras la reciente publicación de mi tercer artículo en Revista Pictograma, me he visto obligado a capitular. He comprendido, al fin, que contar que no se tiene nada que contar también es contar algo, y algo muy importante: la propia limitación. Por fortuna los editores de la revista atesoran unos cuantos premios Nobel de tolerancia en sus estanterías y, de momento, me siguen riendo las gracias. Que dure.

Y que ustedes lo lean.

5 marzo, 2014 / Jorge Gato

Diario de las sombras

Deben de ser estas sombras un recurso de la noche para avisarme de algo que aún no alcanzo a entender. Son estas sombras de una naturaleza peculiar, pues no necesitan de luz para existir, casi al contrario, cuanto más densa la oscuridad es, más a gusto parecen sentirse, más densas y visibles se hacen. Son estáticas o móviles, me miran o me ignoran, son antropomorfas u ovaladas; a veces hasta me atacan. Silenciosas y volátiles, permanecen unos cuantos segundos después de interrumpir mi sueño y hacerme abrir los ojos; luego se marchan sin darse más importancia, se funden con la oscuridad de la noche, una oscuridad que se me antoja débil al contraste con sus pieles.

Hace algunas noches un torso en sombra, absoluto poseedor de esa oscuridad opaca, sobresalía del armario que hay frente a mí, un poco más allá de los pies de mi cama pero orientado en perpendicular a ella. Tenía la cabeza girada hacia mí, o tal impresión me dio; estoy casi seguro de que me contemplaba en silencio, sin hacer un solo movimiento. Su busto era singular, más parecido a alguna figura propia de mitologías o leyendas, fornido y de cara angulosa, casi como una representación demoníaca que sin embargo no llegó a inquietarme tanto. Desapareció sin más.

Otra noche fueron dos o tres sombras humanoides las que correteaban al otro lado del marco de la puerta, también un poco más allá de los pies de mi cama y, por lo tanto, frente a mí. Era un correr silencioso, casi un levitar rápido que las hacía entrar y salir de mi campo de visión; también me daba la impresión de que se subían por los muebles de la habitación contigua, llegando a corretear por la mesa o el sillón, incluso a trepar cual salamandra por las paredes. Aquellas sombras me ignoraban pero actuaban para mí, aquel juego infantil no podía tener un propósito distinto al de llamar mi atención. Hasta que desaparecieron sin más.

En la última de las noches que merece la pena mencionar aquí, aunque no con ello se cierre el historial de avistamientos, aparecieron flotando sobre mí unas cuatro o cinco sombras ovaladas no mucho más grandes que un puño. Mantenían una especie de formación de vuelo, siendo su vuelo lento y constante hasta que, al llegar a la altura de mi pecho, se precipitaban súbitamente contra mí, lo que me sobresaltaba hasta tal punto que de pronto me hallé incorporado en la cama y haciendo aspavientos con los brazos para espantar a la flota de sombras ovaladas. Aquellas, deducirán, no desaparecieron sin más: desaparecieron contra mí, impactándome en el pecho, en la cabeza o en la cama. Todavía no he advertido secuelas de su agresión, pero no descarto que las haya.

Como culmen perfecto para esta sucesión de apariciones, soñé no hace mucho que me convertía en sombra, en una de esas de oscuridad impenetrable que han estado interrumpiendo mi plácido dormir en los últimos tiempos. Pero no era una sombra cualquiera, era mi propia sombra en la que acababa por fundir íntegramente mi organismo, mi colorido humano, mi densidad. A partir de ahí, y para mi sorpresa, todo parecía estar bien, todo me resultaba cercano o conocido. Tal vez lo único que hice fue advertirme en sueños lo que percibo en la vigilia. Puede que mi silencio, que alguna vez creí elegido, sea en realidad absoluto e irreversible; puede que, al contrario de lo que alguna vez pensé, no calle lo que tengo para decir, sino que no tenga nada que decir realmente. Quizá sea ese el motivo, y ningún otro, de que me sintiera tan bien acogido por mi sombra incluso cuando mi sombra comenzaba a ser todo lo que ya se podía percibir de mí. Se me ocurre ahora, y perdonen si me aventuro demasiado, que quizá nunca fui luz ni obstáculo para ella, sino solo pura sombra, una sombra algo más oscura de lo habitual, como aquellas que empezaron a visitarme en plena noche y cuya naturaleza me resultaba más próxima de lo que quería imaginar; una sombra silenciosa, poco más que una leve ficción, el centro de ninguna mirada.

Tengan cuidado porque tal vez, y solo tal vez, todas las sombras de mis mismas características comencemos a aparecernos pronto en sus dormitorios para interrumpir su descanso. Puede que entonces, y solo entonces, descubran que en realidad no fui más sombra ni más silencio que todos los demás.

No esperaba encontrar una flor creciendo aquí.

10 febrero, 2014 / Erik Macbean

Jamás bien

Hace unos meses se pusieron en contacto conmigo unos tipos extrañamente interesados en pensar y en escribir sobre lo que a veces piensan. Al parecer, habían dado por hecho que practicaba lo primero y entendieron que podía rentabilizarlo de algún modo dedicándome a lo segundo en la revista digital que dirigen y que acaba de cumplir un año.

No me pareció una mala idea así que acepté con la condición –que no formulé pero sí deseé en silencio- de no convertirme en presa de los focos. El resultado es un primer artículo que ha sido publicado esta madrugada con nocturnidad y alevosía. En Twitter uno de sus responsables ha hablado del “estreno” de Erik Macbean, por lo que entiendo que todavía no estoy despedido. Si esto se mantiene así el siguiente escrito será remitido en los últimos días del presente mes y la intención es darles el coñazo a ustedes una vez cada cuatro semanas, más o menos.

Pero antes de dejar en paz al personal me veo en la obligación de puntualizar algo.

Algunos de los amigos que me han leído en primer lugar han señalado el esmero depositado en elogiar el fracaso. Sin embargo, mi intención al escribir no comprendía eso. No ansío el fracaso, ni para mí ni para la gente que aprecio. El fracaso es una putada. Pero hay que convivir con él. Ése es el objetivo de mi histriónica reflexión: aplaudir a aquellos que asumen que la vida está adornada con multitud de traspiés y no buscan evadir tan obvia realidad predicando la existencia de fórmulas que prometen una escalada sin caídas. “Si sonríes te irá bien” es una falacia dañina y la gente con sentido común no debería escatimar fuerzas a la hora de elevar semejante gilipollez hasta el escalón que ocupan las cajetillas de tabaco.

Y ahora, ya sí, háganme el pequeño favor de leer, difundir y buscarme amigos.

5 febrero, 2014 / Jorge Gato

Jabón de manos

Llevo ya un tiempo inmerso en una peculiar y perpetua batalla con un objeto cotidiano de los que nunca suelen ganarse líneas en ningún blog. El objeto es un dosificador o dispensador, que no sé qué sería más atinado decir, de jabón de manos que desde hace cosa de un mes ocupa una esquinita del lavabo de mi hogar. Para aclarar su naturaleza os diré que es de esos botes transparentes que acaban en un cuello fino, el cual debe ser apretado por el usuario hacia abajo para que la física empuje el jabón de dentro del recipiente a través de un finísimo tubo de plástico y llegue así a depositarse, el jabón, en la mano del interesado. Para aclarar aún más cosas sobre la naturaleza de este dispensador os diré que desde el comienzo mismo, desde el momento exacto en que fue desprecintado y, por tanto, inaugurado, se negó a funcionar para mí. Jamás en todo este tiempo he logrado que el artilugio deposite suavemente el fluido bienoliente que contiene en su interior sin presentar batalla antes. De modo que cada vez que he querido obtener el néctar antibacteriano de sus entrañas he debido pelear para obtenerlo, empujando frenéticamente su fino cuello hasta que al fin lograba recibir un escupitajo, porque no era otra cosa, de jabón que no colmaba mis expectativas pero que al menos calmaba mis anhelos y servía a mi propósito. En plena batalla, mientras empujaba con impaciencia y sin ningún cuidado su esbelto cuello, solo lograba obtener soplidos desesperados de ese pequeño bote transparente; a veces eran incluso pedorretas burlonas. Estos encuentros han sucedido todos y cada uno de los días que ha estado aquí, y varias veces cada día, por lo que ya había resuelto escribirle algo poco antes o poco después de que nos abandonara. Será poco antes.

Lo sorprendente es que había planificado un texto de queja, de agresión verbal contra ese pobre objeto inanimado que ha parecido cebarse conmigo todo este tiempo. Pero ayer por la noche ese pobre objeto inanimado me dio toda una lección y he tenido que agachar la cabeza y pedirle disculpas en silencio y por escrito. Llegué al cuarto de baño sumergido en mis asuntos, poco atento a la batalla que debía librar con mi dispensador de jabón, y quizá por ello lo usé como no lo había usado nunca hasta entonces: empujé hacia abajo su delicado cuello de un modo tan lento y tan suave que pareció casi una caricia. El resultado fue una generosa dosis de su blanco y espeso néctar posándose en mi mano de una manera que ya ni creía posible. No exhaló contra mí, no me escupió, no me opuso ninguna resistencia; simplemente hizo aquello que yo pensé desde el principio que se había negado a hacer. Pero no era así, no se resistía a cumplir con su labor, solo se negaba a claudicar ante el maltrato sistemático que yo le proporcionaba. ¿De qué otra forma podía hacérmelo notar? De ninguna otra. Así que, desde que conozco que se trataba de una cuestión de modales, me lavo las manos con la añorada placidez de los viejos tiempos, solo que sintiéndome más sabio y concernido por las preocupaciones de la naturaleza inanimada que me rodea. Y es mucha.

Solo lamento que me haya dado cuenta al final, ahora que tan cerca está la despedida. Te echaré de menos, botecito de jabón.

31 diciembre, 2013 / Jorge Gato

La velocidad

Últimamente no hago más que pasarme por aquí para hablarles de un apocalipsis que, para ser justos, solo parezco percibir yo y si acaso alguna otra poca gente, toda ella con tendencia a hacer cosas raras en determinados momentos del día. Así que, con ánimo de desagravio, voy a contarles hoy otro tipo de señales que me invitan a pensar que, quizá, estemos viviendo a una velocidad inadecuada; lo que, por cierto y para mi desgracia, hace que ignoremos un mundo que ocurre al mismo tiempo que el conocido pero no al mismo compás. También es verdad que hemos sido capaces de desarrollar técnicas y tecnologías que nos permiten asomarnos a esos mundos y ser conscientes de ellos, pero siempre nos quedan lejos, fuera de nuestro humano alcance, como si los contempláramos desde detrás de un cristal que nos impide mezclarnos con él pero, aun así, y doy gracias, nos permite admirarlo.

Empezaré por arrojar un dato que no me he ocupado de contrastar, para que vean que en las Cumbres no intentamos ir de nada. Escuché hace algún tiempo que las farolas -y supongo que será aplicable a toda bombilla- en realidad parpadean todo el rato, es decir, la luz que emiten no es continua como nos parece a nosotros sino entrecortada, pero dicho parpadeo se produce tan rápido que nuestros sentidos son incapaces de percibirlo. Ya digo que no es información contrastada y que me la han podido colar fácilmente, pues además mis conocimientos científicos brillan por su ausencia, pero no es descabellado pensar que pueda ser así conociendo elementos como la luz infrarroja, los ultrasonidos y tantas otras cosas que se nos escapan pero que sabemos que están. Imaginen qué aventura pasear por la calle cualquier noche si pudiéramos percatarnos de ese frenético centellear. ¿No parecen titilar acaso, ahora que lo pienso, las luces de las ciudades cuando se las observa desde la lejanía?

Se me viene a la cabeza que hace ya algún tiempo escribí un texto relacionado con la velocidad a la que ocurren las cosas. Aquel texto se titulaba ‘A cámara lenta y en él ya dejaba entrever mi creciente preocupación por las cosas que se nos escapan. Me viene muy bien además para ejemplificar lo que comentaba al principio de este escrito: aunque hemos sido capaces de desarrollar la técnica para ver imágenes a cámara súper lenta, donde, por cierto, todo parece ganar sentido o propósito, en realidad seguimos sin ser capaces de vivirla, de sentirnos dentro de ese slow motion que parece tornar cada gesto en un fin en sí mismo. La velocidad normal a la que se desarrolla nuestro mundo deja escapar un grandísimo potencial para convertir casi cualquier acción en una bella agonía de artística lentitud.

Y por si acaso no me creyeran, bien porque se hayan acostumbrado a no creer al tonto del apocalipsis, bien porque todo esto simplemente les suene estúpido, les traigo un archivo sonoro que muy fácilmente podría colocarlos un poco más cerca de mi lamento. La grabación, culpable en buena parte de esta vaga reflexión que se hallan ustedes leyendo, fue realizada y editada por Jim Wilson; en ella pueden escuchar el sonido de unos grillos cualesquiera en un paraje que no conozco pero que poco importa. De fondo escucharán un coro celestial del que pronto querrán saber por qué ha sido mezclado e interrumpido con esos bichos. Pues bien, el coro celestial no es otra cosa, aseguran, que el sonido de los grillos muy ralentizado.

Díganme tras escucharlo, y asumiendo que la explicación sea cierta: ¿seguro que vamos a la velocidad adecuada?

6 noviembre, 2013 / Jorge Gato

Se viene la noche

Siguen asaltándome susurros de un apocalipsis probable y cercano. Es por eso que no os escribo tanto como antes, porque no quiero alarmaros, no quiero que se os estropee el muy mediocre sueño neoliberal por culpa de estas medias certezas albergadas en una mente regular; pero a veces no puedo más, a veces tengo que volver a pasear por las Cumbres y traer en mi mochila todo el peso con el que cargo. No es sencillo, pero qué lo es.

No ocurren cosas que me conecten directamente con la percepción de ese final nuestro tan esperado, o tal vez sí, pero de esas no hablaré hoy. Es cuando rebusco entre las otras, entre las cosas inocentes, entre la cotidianidad más radical y obscena, cuando encuentro pruebas irrefutables de que podríamos empezar a hablar, si quisiéramos, de esta especie nuestra en pasado.

Hacía buena tarde hace ya algunas tardes, y la calzada me llevó derecho a los pies de la madrileña Catedral de los Jerónimos, casi puerta con puerta al Museo del Prado. Allí había un mensaje angustioso y grotesco aguardándome. En lo que parecía ser un procedimiento más o menos habitual, un adulto de edad incalculable, quizá de sesenta años mal llevados o de setenta decentes, bajo, cojo, calvo y delgado, colgó una bolsa de plástico blanca en un saliente de la verja que guarda los escalones que dan acceso a la catedral. Una bolsa de plástico blanca ya es bastante apocalíptica en sí misma, una evidencia total de la fealdad del universo; en cambio, la bolsa solo fue un preámbulo esta vez. El hombre, con camiseta blanca y sucia remangada, y pantalones color barro que no recuerdo ni cortos ni largos, se acercó una mano a la boca y empezó a emitir un sonido constante, cíclico, obsesivo. Entre los dedos sujetaba una armónica. El hombre insistió en repetir cuatro o cinco tonos irreconciliables, terroríficos, y se acompañaba de cierta gestualidad con los brazos y la cara que daban al conjunto un aire de desasosiego y nerviosismo, de urgencia incomprensible. Realmente estaba abriendo una puerta a una realidad que en absoluto pertenecía a aquella tarde soleada y radiante; creó un mundo de la nada, un momento que ahora solo podría dibujar en la oscuridad, con árboles secos y cuervos, catedrales góticas abandonadas y enredaderas trepándolas. A esa realidad pertenecía aquel pasaje. Empezó a perseguir a los turistas con su cojera y su música del infierno y sus aspavientos indescifrables; extendía la mano como para exigir dinero, y mientras los turistas rebuscaban entre sus cosas, él seguía sumergido en su melodía paranoica, incluso la aceleraba, como para mostrar un talento del todo incomprendido. Aquel hombre, de verdad, caminaba por el borde de un abismo al que ninguno de los presentes queríamos asomarnos, pues tal era nuestro temor a esas tinieblas expuestas a plena luz del día, de un día radiante que pareció acabarse para siempre. Aquel hombre, calvo, cojo y esbelto, nos caló de apocalipsis.

Hace no tanto, estaba en mi casa a punto de comer o a punto de cenar, momentos que suelen coincidir con los telediarios, y emitieron una secuencia que me dejó completamente frío. Las imágenes se correspondían con un episodio de violencia ocurrido en alguna ciudad brasileña. Grabadas con una cámara instalada en el casco de un motorista, se veía cómo dos jóvenes se ponían a su altura circulando también en moto, le cerraban el paso y el que iba de paquete se bajaba y lo encañonaba para robarle el vehículo. Mientras el otro se daba a la fuga, el chico de la pistola se hacía con la moto pero no lograba sostenerla en pie al principio, por lo que su huida se demoraba lo suficiente como para que un policía, que no sé muy bien de dónde salía, descerrajara varios tiros con su arma al chaval. El chaval caía al suelo desmoronado, como un saco de patatas, y ahí permanecía ya inmóvil para siempre. La secuencia, como decía, me dejó del todo frío. Esa violencia dura y seca, sin adornos, esa muerte sin sangre ni posturas, solo muerte al estilo de la realidad, muerte en seco, a plomo y por plomo, fue incapaz de hacerme sentir nada. Se viene el apocalipsis si la muerte de verdad, la ineludible, la que ocurre, ya no nos parece tan muerte, o tan buena muerte, y no nos hace sentir tanto o siquiera algo como una muerte fingida, con posturas y chorros de sangre que salpican la pantalla. Y fue el caso.

Se acerca el apocalipsis a la misma velocidad que ahora nos llegan estas noches tempranas que ninguno hemos pedido. Si aún entendéis que queda tiempo para el disfrute, disfrutad rápido, tan rápido como os sea humanamente posible, porque yo ya he empezado a despedirme.

16 octubre, 2013 / Erik Macbean

Erik Macbean

Me gustaría contar muchas cosas. Pero la mayoría de las veces no sé ni qué ni cómo ni cuándo. Por eso mi vida está plagada de seudónimos; intento, con ellos, borrar el rastro de mediocridad que voy dejando tras mi paso. Despistar al lector. Convencerle de que, cuando por fin encuentre algo digno, no tendrá que asociarlo a mí.

10 octubre, 2013 / Jorge Gato

La peor versión de otro

Hoy me he levantado siendo la peor versión de otro. Lo he intentado todo. He dado el máximo en cada actividad a la que me enfrentaba, desde el aseo personal a mis tareas laborales, de la preparación de una taza de café a la interacción social. Pero todo ha resultado absurdo, ridículo, decadente. Todo ha estado por debajo del nivel que todos esperaban obtener de mí, por debajo del nivel que yo mismo esperaba obtener de mí. Me he parecido torpe e inválido. Me he sentido avergonzado. Y es que no importaba cuánto me esforzara, cuánto tratara de mostrar mis cotidianas virtudes, porque hoy yo no era luz sino sombra, sombra de uno en el que mi reflejo quedó deforme, incomprensible, borroso.

Hoy me he levantado siendo la peor versión de otro. Lo he intentado todo. Pero nada ha resultado bien, no lo suficiente. Y es porque hoy ni siquiera he sido yo, sino tan solo todo lo que podía haber sido y no soy, ni fui, ni seré. Hoy he existido a duras penas, por contraste; un contraste que no hacía mejor a nadie sino tan solo peor a otro, a mí.

Hoy me he levantado siendo la peor versión de otro. Y me he dado por vencido.